La idea de los pactos fiscales no es nueva. En 1998 la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) puso a circular una investigación que sirvió de base para la discusión sobre el tema.
En el documento cepalino se entendía el pacto fiscal “como un acuerdo sociopolítico básico que legitima el papel del Estado y el ámbito y el alcance de las responsabilidades gubernamentales en la esfera económica y social.”
Asimismo, planteaba cinco aspectos fundamentales del pacto: ajuste fiscal, más productividad de la gestión pública, mayor transparencia, promoción de la equidad y desarrollo de la institucionalidad democrática.
Casi 15 años después, en enero del 2012, en el país se aprueba la Estrategia Nacional de Desarrollo (Ley 1-12), en la cual se planteó la concertación de tres pactos nacionales en apoyo a la Estrategia, con horizonte hacia 2030. Estos acuerdos se referían a la reforma del sistema educativo, la solución de la crisis del sector eléctrico y la sostenibilidad de las finanzas públicas.
En el caso del Pacto Fiscal la Ley es muy clara. El artículo 36 dice lo siguiente:
“Se consigna la necesidad de que las fuerzas políticas, económicas y sociales arriben a un pacto fiscal orientado a financiar el desarrollo sostenible y garantizar la sostenibilidad fiscal a largo plazo, mediante el apoyo sostenido a un proceso de reestructuración fiscal integral y el marco de una ley de responsabilidad fiscal que establezca normas y penalidades para garantizar su cumplimiento”.
Muy bonito todo…pero en teoría. La experiencia del pacto eléctrico puede ilustrar la dificultad práctica de estos grandes consensos. En la oposición, el PRM se negó a firmar el pacto eléctrico, pues, a su entender, todo estaba mal: la redacción del pacto, los acuerdos alcanzados y las metas establecidas.
Al llegar al poder, mágicamente todo cambió y firmó el mismo pacto que años antes se negaba a validar.
La realidad es que no se detuvieron a mirar las cifras, las metas establecidas ni otros datos relevantes que definían el pacto. No obstante, sí hubo evidente atención en que las tarifas al consumidor serían ajustadas, acción que el gobierno justificaría indicando que era una disposición del pacto. Al final del día, los cambios tarifarios fueron aplicados (parcialmente), aunque ninguna de las metas de gestión establecidas en el pacto se ha cumplido.
En el caso que nos atañe, el bendito y manoseado pacto fiscal es una falacia que sirve a unos y a otros, a quienes impulsan la reforma tributaria y a quienes la frenan. A los primeros les sirve para intentar disfrazar de consenso la imposición de su urgencia (fiscal); y a los segundos, para instalar una discusión hasta el infinito y más allá (como dice Buzz Lightyear, el simpático personaje de Toy Story).
La realidad es que hoy día, un pacto fiscal es inviable, sencillamente porque no hay una percepción generalizada de los agentes económicos y sociales involucrados (gobierno, empresas, consumidores, ciudadanos en general) de que todos deben renunciar a algo a favor de un objetivo común de urgente consideración. Esto bajo el supuesto de que se puede sostener que en las sociedades de hoy sigue vigente aquello de un objetivo o bien común.
No. Todos creen que pueden y deben ser otros quienes asuman la carga y paguen el costo del ajuste. Peor aún, ni siquiera hay consenso sobre cuál es el ajuste o la reforma que debe hacerse en primera instancia.
Lo mejor del caso -dicho sin ninguna ironía- es que unos y otros están armados con buenas razones. El gobierno, que empuja la reforma tributaria, tiene sus razones muy válidas; los empresarios y consumidores, que la resisten, tienen las suyas.
Dejando de lado la falacia del pacto, surge una interrogante: ¿Qué condiciones son suficientes (y no necesarias, y dije bien) para que se logre implementar una reforma tributaria en el país?
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La ideología podría ser una, pero hay que descartarla porque está ausente en la política dominicana. Ya parece que ni política hay, sino más bien la gestión de una red cada vez más densa, compleja y peligrosa de intereses cruzados.
Recuérdese, además, por si acaso, que la ausencia de ideología también asegura que nadie se embarcará en locas aventuras macroeconómicas (lo cual es bueno); pero, a la vez, que el gobierno de turno necesite un gasto público alto para comprar voluntades (lo cual no es tan bueno).
Y aquí viene el gran problema fiscal: hace tiempo que la clase política tomó la decisión de que nuestro gasto público debe converger con el de los países desarrollados. Y es lo que ha venido pasando. Ya vamos llegando al 20% del PIB (sin prisa, pero sin pausa, como el slogan de un grupo turístico). Es lo que estaba previsto en la Estrategia Nacional de Desarrollo y que también ha adoptado este Gobierno, que ha dejado clara su necesidad de elevar el gasto público.
Para este momento, la Estrategia Nacional de Desarrollo preveía una presión tributaria de 21.5% del PIB con el objetivo de financiar un gasto en educación de 6.5% (en lugar del 4%); y un gasto en salud casi 2.5 veces superior al que tenemos actualmente. Y claramente con mayor inversión pública que la que tenemos ahora, la cual es ridículamente baja.
Así las cosas, todo parece indicar que en el país solo será viable una reforma tributaria de calado, relevante cuantitativa y cualitativamente, cuando se dé alguna de las otras dos condiciones que la hacen posible: i) una crisis macroeconómica; o ii) un gobierno de mano dura (que por suerte no se vislumbra en el futuro cercano).
Una crisis macroeconómica sin dudas haría viable la firma (explícita o implícita) de un pacto fiscal. Pero, primero, la crisis debe llegar. En nuestras sociedades miopes, nadie asume sacrificios hoy para evitar un costo mayor mañana. Mientras tanto, sólo cabe esperar una reforma parche, es decir, un reparto de daños más o menos parejo entre quienes ya pagan. Eso sería caer en la trampa de una reforma tributaria insostenible, que se agotará en corto tiempo.
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